READER´S DIGEST:

UNA OPTICA DE LA REVOLUCIÓN CUBANA DE 1959

La corresponsal veterana Dickey Chapelle, comisionada por el Reader´s Digest, acompañó a las fuerzas de Fidel Castro desde noviembre del año pasado hasta que culminó la revolución. Su reportaje ofrece a los 80 millones de personas que leen esta Revista en 13 idiomas, y que hasta ahora no han dispuesto sino de información fragmentaria, una visión de conjunto y desapasionada de lo que ocurrió realmente en Cuba.

La corresponsal veterana Dickey Chapelle, comisionada por el Reader¨s Digest, acompañó a las fuerzas de Fidel Castro desde noviembre del año pasado hasta que culminó la revolución. Su reportaje ofrece a los 80 millones de personas que leen esta Revista en 13 idiomas, y que hasta ahora no han dispuesto sino de información fragmentaria, una visión de conjunto y desapasionada de lo que ocurrió realmente en Cuba.

Cuando Fulgencio Batista, “el hombre fuerte de Cuba”, festejaba el alborear del Año Nuevo de 1959 fugándose precipitadamente de su tierra, muchos ilustres conocedores de la política internacional movían la cabeza incrédulamente. Era muy difícil calcular lo que estaba ocurriendo. Ciertamente, todos sabían que las fuerzas de Batista se hallaban en líos con un guerrillero barbudo llamado Fidel Castro, quien, a la cabeza de una abigarrada partida de descontentos, hacía frecuentes incursiones en la provincia de Oriente, a centenares de kilómetros de La Habana. Pero Batista disponía de un ejército moderno provisto de tanques y aviones fabricados en los Estados Unidos. ¿Cómo pudo sobrevenirle semejante ignominia?

Quizás el único lugar del mundo donde la noticia no cayó como un bombazo fue en la misma Cuba. El pueblo cubano sabía lo que el mundo ignoraba por falta de noticias: que Batista era profundamente odiado en su propia tierra y que la guerra civil venía chisporroteando a todo lo largo de la isla durante muchos meses sangrientos. Lo sabía porque era el mismo pueblo el que odiaba la dictadura y le hacía la guerra.

Cerca de 10.000 jóvenes, hombres y mujeres, vestían el aporreado uniforme verde de los rebeldes y 12 veces más de ese número hallabánse estrechamente unidos en un atrevido movimiento clandestino de resistencia. En esas fuerzas militaban desde el millonario hasta el menesteroso; había allí campesinos, oficinistas, profesores universitarios, militares y muchachas de la sociedad. Sus redes se extendían hasta los exiliados y los simpatizantes que vivían en Miami, en Nueva York y en media docena de capitales de América Latina.

El movimiento revolucionario había allegado enormes sumas de dinero, había reclutado y equipado soldados, había comprado armas, las había introducido de contrabando y hasta había llegado a fabricarlas; mantenía a las viudas y a los huérfanos de la guerra y cuidaba de sus heridos. Sin embargo, una cosa no había logrado hacer: obtener espacio en las columnas de la prensa mundial.

La opresión de Batista nunca fue más efectiva que cuando la ejerció contra los corresponsales. Logró casi destruir la profesión de reportero en Cuba y, a los pocos que quedaron, los engatusó para convertirlos en aliados inconscientes suyos. A las emisoras de radio cubanas se les asignaron longitudes de onda de modo que causaran interferencia a las norteamericanas para hacer ininteligibles sus transmisiones.

La policía de Batista logró identificar a más de una docena de corresponsales extranjeros que se dirigían a los sectores que estaban en poder de los rebeldes y los hizo salir del país con las manos vacías. La única campaña que el hombre fuerte de Cuba sostuvo triunfante hasta la última hora fue la guerra de palabras; todavía tintineaban los teletipos de la prensa internacional trasmitiendo el comunicado oficial del triunfo de las fuerzas de Batista en la batalla de Santa Clara cuando éste subía al avión en que se iba a fugar… porque la importante ciudad de Santa Clara, a medio camino entre Oriente y La Habana, la había perdido el gobierno, sin remedio.

En las últimas semanas de 1958 tuve ocasión de ver con mis propios ojos a los guerrilleros de Castro convertidos ya en un sazonado ejército. El último día de noviembre una muchacha guía a quien llamaban Piedad me condujo al campo revolucionario, a cinco minutos en jeep de Santiago de Cuba. (Fue aquél uno de los últimos deberes que cumplió esa heroína rebelde: pocos días después la detuvo la policía por “contravención a las leyes de tránsito”… y desapareció sin dejar rastro). En aquel tiempo los rebeldes dominaban ya casi toda la campiña de la provincia de Oriente. La víspera de Nochebuena, otro correo, esta vez un chico campesino regordete y silbador, me enseñó el camino de regreso. Por entonces los únicos puntos dominados por el dictador en toda la provincia eran las 12 poblaciones más grandes, donde sus tropas se atrincheraban detrás de fortificaciones de hormigón.

Como los campos de Oriente producen casi la mitad del azúcar de Cuba, fuente principal de la economía de la Isla, la destrucción de la dictadura estaba escrita. Esto me lo vino a demostrar con más claridad el último regalo que me hicieron unos jóvenes reclutas rebeldes: era un mapa cuidadosamente dibujado por ellos en que se mostraba la situación táctica en las otras cinco provincias de Cuba. En él estaban nueve columnas de vanguardia, y se daba su posición, número de hombres, clase de armamento y el nombre de cada uno de sus comandantes.

Me quedé con la boca abierta ante tanta candidez.

-¿Y si me cogen esto cuando vaya a tomar el avión para los Estados Unidos en La Habana?

- No importa - dijo un joven alto mientras jugaba con su fusil de manufactura norteamericana recién tomado en una guarnición de Batista -; el enemigo ya sabe lo que estamos haciendo… sólo que no es capaz de atajarnos.

Esa galante herejía táctica fue más profética de lo que ambos pudimos imaginar. Batista huyó al cabo de una semana y yo me encontré en el palacio presidencial de La Habana con el joven recluta pocos días después de la huida. Habíamos ido a presenciar el momento en que el Dr. Manuel Urrutia Lleó, a quien las fuerzas rebeldes acababan de nombrar presidente provisional, se sentaba al escritorio donde poco antes despachaba Batista.

Mientras lo miraba no pude menos de pensar en todos los mártires rebeldes que no podrían verlo porque los había cegado la muerte. También pensé en otra ironía: en el mismo hecho de la violencia en Cuba.

 

En ninguna parte del mundo sonríe tan benévolamente la Naturaleza como en la Perla de las Antillas. Allí crece la caña dulce casi espontáneamente hasta llegar a alturas que no alcanzan otros suelos; allí florecen todo el año las orquídeas; las lluvias tropicales se desgranan en pasajeros y cálidos torrentes, el sol es una bendición que nunca falta. Bajo su fértil suelo yacen los mayores depósitos de manganeso del hemisferio occidental y corren riquísimas vetas de níquel y cobre. La isla está bordeada con festones de playas de arena blanca que se hunden en suave declive en el increíble azul del Mar Caribe.

Mas, todo folleto lírico de agencia de viajes apenas podría competir con las crónicas del mal gobierno, de corrupción y de terror que se cuentan en Cuba. Desde que conquistó su independencia de España, ha venido sufriendo el martirio de tiranías y revoluciones. De 1925 a 1933 el tirano fue el cruel Gerardo Machado. Cuando los estudiantes, y una huelga general de toda la población, lograron por fin derribarlo, después de motines sangrientos que culminaron en una matanza de oficiales del ejército, un joven suboficial entró a llenar el vacío que dejaba el caudillo: era el sargento Fulgencio Batista, quien a fuerza de intrigas e intimidaciones llegó a Coronel, luego a General y con el tiempo a Presidente de la República (1940 a 1944).

Batista dominó la política cubana en aquella época. Al principio toleró ciertas formas democráticas: Cuba tuvo una nueva constitución, elecciones populares y reformas en la instrucción pública. Pero el gobierno del pueblo era sólo de nombre, porque el dictador resolvía todas las crisis apelando a la fuerza de su ejército omnipotente. En 1952 quiso volver al poder y se presentó como candidato a la presidencia, pero, temeroso del resultado de las elecciones, dio otro golpe de cuartel. 

Batista, en el comienzo, desempeñó su papel de dictador con ciertos toques de magnanimidad. Como Mussolini, hizo que los trenes “funcionaran con horario”, limpió de basuras y de mendigos las calles de las grandes ciudades, castigó la avaricia desmedida de los tenderos, los choferes y otras gentes que estaban en contacto directo con los turistas. Inició uno de los programas de construcción de más aspiraciones en la América Latina: carreteras, túneles, edificios de oficinas, de apartamentos, hospitales, orfanatos.

Esto contribuyó a cambiar el aspecto exterior de La Habana especialmente. No obstante, dos terceras partes de la población siguieron viviendo en aldeas y caseríos o en calidad de colonos advenedizos alrededor de las grandes plantaciones de caña o café. Todo ese derroche de dinero y hormigón no alcanzó a llegar hasta las casuchas de piso de tierra. La gente comía menos de lo que le pedía el estómago, los caminos seguían llenos de baches o completamente anegados, las escuelas mal construidas o en ruinas, los hospitales no pasaron de ser meras promesas que no salieron del papel.

Pronto se supo que por lo menos un peso de cada cinco que se gastaban en el pujante programa de obras públicas se quedaba en los bolsillos de algunos de los secuaces de Batista. El mismo dictador acumuló para sí una fortuna que se calcula en 300 millones de dólares. Un ministro del Tesoro, que estaba abrumado de deudas cuando tomó posesión de su cartera, se hizo multimillonario en obra de pocas semanas. Otros centenares de fortunas se hicieron por medio del robo oficial (el senador Rolando Masferrer mantenía un ejército particular de más de mil hombres).

El saqueo y el pillaje en gran escala  no podían ocultarse y las protestas de los ciudadanos amenazados de quiebra se hacían cada vez más turbulentas. Batista trató al principio de anexar a sus críticos a su causa, como lo había hecho con el ejército: con una cadena de oro. Pero hizo dos malos cálculos; no todos los críticos eran venales y los pesos robados no alcanzaban para apagar el rugiente incendio de odio que por él sentía el pueblo que estaba despojando. Entonces ensayó a acallarlos por medio del terror.

Alrededor de su imperio de corrupción levantó el dictador un cerco de policía secreta: el SIM (Servicio de Inteligencia Militar), cuyos flamantes automóviles color aceituna, provistos de aparatos de radio y ametralladoras, se convirtieron bien pronto en símbolos del terror. Se sabía que toda estación de policía en las grandes ciudades tenia su cámara de tormentos. (Después de la huida de Batista, yo visité dos de ellas… y sentí náusea).

Los cubanos acabaron por creer que ninguna persona detenida por el SIM volvería a salir con vida de sus calabozos y, con el tiempo, muchas familias fueron viendo confirmados sus temores. Encontraban los cuerpos mutilados de esposos, de hijos - adolescente aún - tirados en el arroyo. Un rebelde me contó que él había estado buscando los restos de su padre entre 92 cadáveres que encontró hacinados una mañana en una esquina de La Habana. “Resultó ser uno de los últimos que examiné”, concluyó.

Hacia 1955, aquella junta directiva donde se hermanaban el peculado y el terror, había adquirido un poder horrendo. El ministro de Obras Públicas abolió de una plumada las licitaciones públicas para obtener los contratos del gobierno. Un cuñado del dictador, director nacional de Deportes, tenía bajo su control personal diez mil máquinas tragamonedas. Los maestros de escuela preferian renunciar a sus puestos por no tener que contribuir con parte de su sueldo a un fondo intervenido exclusivamente por el ministro de Educación. Los ingresos procedentes de los parquímetros o relojes de estacionamiento, iban a dar a otro fondo manejado exclusivamente por familiares del alcalde de La Habana y de Batista.

El más truculento de los bellacos del régimen era, según los rebeldes, Esteban Ventura, oficial de la policía. Todos los soldados de Castro que lo conocían señalaban a Ventura por sus crueldades y como símbolo de la participación oficial en el tráfico de blancas y de narcóticos. A principios de 1958 un magistrado de La Habana, el Dr. Francisco Alabau Trelles, que como juez tenía la facultad constitucional de seguirle juicio, acusó abiertamente a Ventura por los delitos de tortura y asesinato en masa, aduciendo pruebas tan convincentes que ni el mismo Batista hubiera podido invalidar. El dictador salvó entonces a su esbirro suspendiendo las garantías constitucionales en toda la República - el derecho a juicio y la libertad de prensa eran las operativas en ese caso, naturalmente - para que no pudiera llevarse adelante el juicio.

Sobre mi mesa de trabajo tengo dos documentos fehacientes del terrorismo. Uno lo firma una maestra de escuela, madre de tres hijos. La policía de La Habana sospechaba que ella sabia en dónde tenían armas escondidas los rebeldes. La detuvieron a medianoche, y refiere de qué manera fue violada con un cautín de soldar, en el Distrito XII de la policía de La Habana, el 24 de febrero de 1958. Acompaña a su declaración un certificado médico que lo confirma.

El otro documento está firmado por José Ferrer, propietario de la fábrica de hormigón más grande de Cuba. Dos hermanas, empleadas de su oficina, vivían juntas en un piso en las afueras de La Habana. Una noche, al regresar a su casa de una visita que habían hecho a sus padres en el campo, alguien vio que las siguieron dos agentes de la policía armados de fusiles automáticos hasta su propia alcoba. Las muchachas no se presentaron al trabajo al día siguiente y entonces su jefe envió un mensajero a buscarlas a su casa. “Aquí están - informó el emisario por teléfono -: ambas muertas y una de ellas violada”.

En el entierro, un airoso edecán del presidente buscó a Ferrer. “El presidente Batista me ha pedido que presente a usted sus excusas personales - dijo -, esto ha sido una dolorosa equivocación. La policía no buscaba a las muchachas. Perseguía a dos personas que viven en el mismo edificio, en un apartamento del mismo piso”. El señor Ferrer inmediatamente comenzó a trabajar por la Revolución.

El cáncer del terror no hacía distinción entre las clases sociales. Cuando advirtieron que la imponente Universidad de La Habana era un vivero de antibatistianos, se ordenó cerrarla sumariamente. Una a una, todas las universidades y colegios de Cuba fueron cerrando sus puertas, en tanto que los miembros de sus facultades desaparecían, ya martirizados, ya en el destierro, o bien sumados a las fuerzas rebeldes. Hacia fines de 1957, los negociantes, los profesionales, los maestros de escuela, todos ellos indignados y hastiados, cerraron filas para formar una extensa red de resistencia civil contra la dictadura.

El mejor epitafio para el régimen de Batista se lo oí a un rebelde barbudo que en otros tiempos fue pacífico vendedor de zapatos: “El odio que el pueblo le tiene a Batista se explica muy sencillamente - me decía -: mató a tantos que mató demasiados”.

 

Terrorismo, corrupción e irresponsabilidad fueron los crímenes principales por los cuales los cubanos depusieron a Batista, pero esto no explica por qué toda Cuba volvió los ojos a Castro. El jefe rebelde se mantenía muy lejos de La Habana y las primeras noticias que de su lucha desigual se recibían, daban cuenta de incesantes desastres. Aquel hombre que tan pocas probabilidades tenía de ganar la guerra, sufría, no una sino muchas derrotas. Y tras de cada catástrofe venía la hora negra en que nadie, a no ser él, creía ya en la victoria. En esa fe está la verdadera epopeya de Castro.

Fidel Castro, que apenas tiene 32 años, nació en medio de la abundancia de una familia acomodada, dueña de una plantación de caña de azúcar en el corazón de la provincia de Oriente. A diferencia de los más de sus vecinos, Angel Castro, el padre de Fidel, sabía lo que es llegar a Cuba como inmigrante, sin un centavo en el bolsillo, y trabajar luego sólo unos cuantos meses al año cortando caña; lo que significa hacer una hacienda nueva donde antes reinó la montaña; así que sus siete hijos aprendieron desde temprana edad esa obligación del buen ciudadano que consiste en saber extraer su propio sustento de la tierra.

Cuando Fidel cumplió 13 años se dedicó a un deporte muy cubano: la cría de gallos de riña. El negocio terminó en fracaso. Fidel los dejaba comer con exceso y sus gallos, demasiado cebados, perdían siempre en el circo. Nunca olvidó esa lección: los parcos y los metódicos en el comer pelean mejor que los gordinflones que entran al combate con el buche lleno.

Hizo sus primeras letras con los padres jesuitas, quienes encauzaron sus ardientes deseos de saber hacia el campo de la historia. Fue un buen estudiante; terminó sus estudios secundarios en La Habana y en el año 1947 cursaba el segundo año de derecho en la Universidad, cuando se unió a otros condiscípulos que emprendían una expedición anfibia para derrotar al dictador de Santo Domingo, Rafael Leónidas Trujillo. Apenas se había hecho a la mar el entusiasta grupo de jóvenes cuando los capturó un guardacosta de la armada cubana. Fidel se arrojó al mar y ganó a nado la costa que distaba casi cinco kilómetros.

En 1950 obtuvo en la Universidad de La Habana tres grados, entre ellos dos doctorados; uno en derecho y otro en ciencias sociales. Sus colegas lo recuerdan por sus dotes de caudillo, su fogosa oratoria y su celo decidido por la disciplina y el entrenamiento físico. Esto último era en verdad sorprendente, viviendo como vivía en una sociedad muy dada a la molicie.

No necesitaba ejercer su profesión de abogado para ganarse la vida, pero las injusticias que se cometían contra sus semejantes lo llevaron a defender con ardor muchas causas. Los blancos predilectos de su oratoria eran siempre alguna dependencia del gobierno que trataba de despojar de su tierra al campesino o algún poderoso terrateniente esquilmar a un pobre inquilino. En 1952 fue candidato al Congreso, lanzado por el partido Ortodoxo, de oposición.

Pero las elecciones no tuvieron lugar; ocurrió en cambio el golpe de Estado dado por Batista. Ultrajado por tal atropello, Fidel se volvió a Oriente donde congregó en torno suyo un grupo de jóvenes idealistas que detestaban a Batista y sus maquinaciones. Entre todos urdieron la revolución. Era una idea temeraria y mal planeada, pero había en ella el elemento del arrojo y atrevimiento característicos de todos los actos de Castro.

 

El baluarte de Batista en la ciudad de Santiago era la Fortaleza de Moncada, complejo grupo de edificios que cubrían la superficie de seis manzanas, protegidos por espesa muralla de hormigón. Dos edificios dominaban la muralla: el hospital y la casa de gobierno.

El 26 de julio de 1953, mientras los santiagueros celebraban un festival, Fidel intentó el asalto de la Fortaleza al frente de 120 rebeldes armados con escopetas de caza. Parte de las fuerzas ocuparon rápidamente el hospital y la casa de gobierno en tanto que otros 95 atacantes batían en brecha uno de los portalones de la muralla. Pero no toda la guarnición de 1000 hombres estaba de juerga, como lo había previsto Fidel, y los atacantes fueron recibidos con nutrido fuego de fusilería, antes que pudieran hallar el arsenal donde pensaban pertrecharse de rifles y municiones.

Dos pequeños pelotones suicidas mantuvieron los edificios laterales para cubrir la retirada de la mayoría de los asaltantes que pudieron huir en automóviles. En seguida ocurrieron dos actos atroces por parte de la soldadesca de Batista, que contribuyeron a afirmar la resolución de Fidel y posiblemente la suerte de Cuba.

El primero fue la captura y la tortura de dos hermanos, hombre y mujer, Abel y Haydée Santamaría, que habían quedado atrás como parte de las patrullas de protección. En presencia de su hermana le sacaron los ojos a Abel y lo mutilaron atrozmente, antes de fusilarlo. Haydée se escapó de la muerte, llegó a tener alto rango en las filas rebeldes y hoy es una de las mujeres notables de Cuba.

El segundo fue la traición a los atacantes que se habían dispersado en pequeños grupos. El jefe militar de la ciudad les prometió, a instancias del arzobispo de Santiago, que serían juzgados imparcialmente si se entregaban. El prelado trasmitió la oferta de buena fe, pero así que capturaron a los rebeldes, el comandante ordenó fusilarlos en masa, con ametralladoras.

Cuando se apresó al grupo de Fidel, un oficial, pistola en mano, se dispuso a dar muerte al líder rebelde. “Me puedes matar a mí” - gritó éste - pero no podrás matar la idea que me ha traído aquí”. El oficial vaciló, miró a otro lado y no quiso disparar. La intervención directa del Arzobispo interrumpió la matanza y a Fidel y a su hermano Raúl los llevaron vivos a Santiago.

El puñado de sobrevivientes del ataque a Moncada fueron sentenciados a largas condenas y despachados a la isla de Pinos. (Mientras Fidel estuvo encarcelado, se divorció de él su esposa, con quien se había casado hacía siete años y que era hermana de un partidario de Batista). En 1955, Batista, próspero y confiado, declaró una amnistía para los presos políticos y en virtud de ella, salieron Fidel y Raúl de la cárcel. Con sus adictos formaron entonces un activo grupo que bautizaron con el nombre de “Movimiento del 26 de Julio”, en memoria de la fecha del ataque a Moncada.

Fidel hizo una breve visita a los Estados Unidos con el objeto de allegar fondos para su movimiento; enseguida pasó a México donde dirigió durante un año el adiestramiento de un grupo de expatriados cubanos en tácticas de guerrilla. Desde allí planearon una invasión a Cuba que, por el solo hecho de su inaudita intrepidez, puede contarse entre las más atrevidas de la historia militar. Eran menos de cien hombres y se proponían hacer estallar la rebelión en toda la isla. Contaban con la ayuda de los grupos de resistencia que había en Santiago, dirigidos por un joven revolucionario llamado Frank País.

Se fijó la hora del ataque para las 10 de la mañana del 30 de noviembre de 1956. El convenio se le confirmó a País en un radiograma que decía: “El niño nacerá en tiempo”.

Pero el radiograma fue demasiado optimista. El viejo velero Granma, que era toda la flota invasora con que contaba Castro, había sido construido y aparejado para llevar a bordo una tripulación de 20. En esta ocasión llevaba 82 pasajeros y estuvo a punto de zozobrar en una tormenta.

País y los suyos, sin saber que Fidel estaba todavía en el mar, dieron el golpe a la hora convenida y al cabo de medio día de combate quedaron derrotados y muchos cayeron prisioneros. (País, que logró huir para volver luego a la lucha, murió más tarde asesinado en las calles de Santiago). El 2 de diciembre, dos días después de la cita, Fidel avistó tierra cubana… y también un cañonero de la armada de Batista que lo perseguía. Ordenó hacer encallar al Granma, de donde salieron los invasores mareados y famélicos y comenzaron a arrastrarse por entre el lodo y las cortaderas… perseguidos por un cuerpo del ejército del gobierno compuesto de 1000 hombres. Más de 50 rebeldes murieron durante los días siguientes y 17 cayeron prisioneros. A éstos se les juzgó después juntamente con varias veintenas de los de Frank País.

De los desdichados expedicionarios del Granma, sólo una docena, entre ellos Fidel Castro, escaparon de la muerte o del presidio. Se encontraron unos con otros en los pantanos salados y fueron siguiendo a Fidel, quien los condujo hasta la Sierra Maestra rastreando las trochas de los venados que transitó tantas veces durante su infancia. Uno de aquellos senderos iba a morir en la cima del Pico Turquino, la mejor posición defensiva de Cuba, que se levanta áspera y mellada a 2040 metros de altura sobre el nivel del mar y cuyas estribaciones están formadas por montañas enmarañadas en donde es preciso abrirse trocha a machete para poder avanzar unos cuantos kilómetros al día.

Fue a principios de 1957 cuando la partida de Fidel buscó refugio entre esas breñas y vivió sustentada por unas cuantas familias campesinas. Por medio de un mensajero le avisaron a Frank País en Santiago que estaban listos a comenzar de nuevo la campaña. Un puñado de jóvenes volvieron a armarse de sus escopetas de cacería y desaparecieron de Santiago y de los ingenios vecinos para ir a unirse con los del Pico Turquino. La revolución de Castro había renacido.

Sus primeras señales de vida consistieron en una serie de ataques relámpago a varias ciudades, una tras otra. Sin vestir uniforme, muchos rebeldes continuaban en sus trabajos habituales; los miembros del Movimiento del 26 de Julio saboteaban las empresas de transporte y comunicaciones, los servicios de agua y luz. Avivaban la esperanza y excitaban las pasiones de quienes odiaban a Batista, aunque recogían una cosecha sangrienta. En Holguín la policía tomó venganza dejando 21 cadáveres de sospechosos de rebeldía tendidos en medio de la calle, en un lapso de 48 horas. En un pueblo decapitaron a dos rebeldes y sus cabezas fueron paseadas en un jeep para escarmiento de la población. En Santiago martirizaron a un chico de 15 años durante 24 horas hasta que al fin murió con la frente atravesada por grandes clavos.

La mayor parte de estos actos de barbarie no se conocían fuera de Cuba. Los ojos del mundo estaban fijos en Hungría y en Suez cuando encalló el Granma en las playas cubanas. Batista había impuesto a la prensa la más rígida censura. Con todo permitió que un corresponsal extranjero publicara una noticia sensacional que desmoralizaría a la oposición: que se habían encontrado los cadáveres de Fidel y Raúl Castro.

 

En febrero de 1957 Herbert Matthews, veterano corresponsal de guerra del Times de Nueva York, logró llegar hasta la Sierra Maestra y le dio al mundo la noticia de que los hermanos Castro estaban vivos. El mismo Fidel que se entrevistó con Matthews tomando las debidas precauciones, le contó en qué forma se estaba preparando para intentar de nuevo el derrocamiento de Batista.

Era un tremendo empeño que constaba de tres partes; todas salieron bien. Los fidelistas, armados de escopetas, atacaron una tras otra las pequeñas guarniciones del ejército regular y así obtuvieron fusiles. La milicia continuó haciendo frente al terrorismo en las ciudades y estoicamente sobrellevó sus pérdidas. La Resistencia Cívica, fuerza no combatiente del movimiento, encargada al principio de la recolección de fondos y de la propaganda, logró convertirse en gran empresa manufacturera de pertrechos, especialmente de granadas para fusil y minas terrestres.

Ataques inciertos y sangrientos,  por una y otra parte, señalaron los meses interminables de 1957. Batista desconoció el derecho de propiedad de millares de campesinos en los alrededores de la Sierra Maestra, obligándolos así a trasladarse a otra parte con el objeto de cortarle las provisiones a Castro y en seguida ordenó un ataque directo al Pico Turquino. En dos semanas aprendió lo que Napoleón en España a principios del siglo pasado: que no es prudente meter un gran ejército en terreno desconocido y habitado por soldados de guerrillas. Al mismo tiempo los milicianos de Castro sufrían fuertes pérdidas en un levantamiento inoportuno en el puerto de Cienfuegos. Después de dos días de lucha, se inhumaron allí 250 cadáveres de rebeldes, con excavadoras, en una fosa común.

En noviembre de 1957 las fuerzas de Castro atacaban por primera vez una ciudad: Manzanillo, que tiene una población de 60.000 habitantes. Los rebeldes fueron dueños de la plaza durante algunas horas; tomaron todos los fusiles de los cuarteles y apresaron la guarnición de 150 hombres. En seguida hicieron algo inexplicable con esos prisioneros de guerra: ¡los sermonearon y los soltaron!

Era ese el primer paso que daba Castro hacia la realización de un ardiente deseo suyo: desmoralizar a los soldados de Batista. Ninguna otra táctica hubiera sido más acertada; ella forzó al dictador a ejercer la represión de su propio ejército. Inmediatamente, Batista dictó una orden, la cual autorizaba a todo militar a dar muerte a cualquier subalterno que se atreviera a hablar siquiera de rendición. Orden tan desmoralizadora estuvo en vigencia todo el tiempo que duró la guerra.

 

En el año de 1958 hubo dos guerras civiles en Cuba. Una de ellas librada en la prensa: la batalla por conquistar la simpatía mundial, en la cual Batista esgrimió el arma formidable de la censura. Todo el mundo leía y se enteraba de los intentos frustrados que hacía Castro por incendiar las plantaciones de caña de azúcar; de la huelga total decretada por el guerrillero, que no había tenido efecto. Los esfuerzos que hacían los fidelistas por replicar indirectamente, es decir, con hechos que Batista se viera obligado a publicar, resultaron inocuos, por decir lo menos. El joven Raúl acorraló y detuvo a más de 40 marineros, infantes de marina y trabajadores norteamericanos por más de tres semanas. La campaña que hicieron los rebeldes por apoderarse de los aviones de las líneas aéreas cubanas durante el vuelo, tuvo un resultado contraproducente con la catástrofe ocurrida a un Viscount, en la cual perecieron 17 pasajeros.

Detrás de estas ocasionales noticias de primera página, todas condenatorias para Castro, había otras que nunca trascendían al público gracias a la censura con que Batista amordazaba la prensa: las de la guerra efectiva. Los rebeldes disponían ya de armas y soldados suficientes para dividir su ejército en columnas bien organizadas de 450 a 1000 hombres. Por fin salieron de su madriguera de la Sierra Maestra. Dos columnas al mando de Raúl avanzaron por la carretera central hacia la llanura de Oriente.

Al punto Batista lanzó su más grande ofensiva contra Fidel. Cerca de diez mil soldados se internaron en las montañas, esta vez dispersos en pequeños grupos de rápida movilidad. Para rechazarlos, Fidel desarrolló una táctica con la cual acabó por ganar la guerra. El ramo de resistencia civil del movimiento lo había provisto de minas terrestres y él, en sus incursiones, había tomado suficientes ametralladoras, con estas dos armas formó un doble círculo de emboscadas y se atrincheró en el centro a esperar el avance del enemigo. En 45 días de campaña solamente mil soldados de la dictadura lograron llegar a la segunda línea de minas que rodeaba el Pico Turquino y ni siquiera uno alcanzó a cruzarla. Tomó centenares de prisioneros que, después de desarmados y bien sermoneados, fueron puestos en libertad. Batista ordenó a sus tropas que se replegaran y tomaran abrigo en los fortines que tenían a lo largo de las carreteras.

Fidel ya había alistado otro plan sencillo y riguroso.

En primer lugar acabó de destruir todos los puentes de ferrocarril en la provincia de Oriente; en seguida bloqueó todas las carreteras. Todo camión, autobús, o automóvil que tratara de transitar por ellas era detenido; a los pasajeros se les ordenaba salir y se les devolvía escoltados, sin ceremonia, al lugar de partida; los vehículos que no podían aprovechar los rebeldes los quemaban. Yo vi docenas de esos despojos chamuscados y retorcidos en las cunetas de las carreteras cuando llegué a Oriente, testigos mudos de esta segunda fase de la campaña.

Con el tránsito completamente paralizado en Oriente, los habitantes de la provincia comenzaron a sufrir necesidades. Las centrales eléctricas y los acueductos también habían dejado de funcionar. Las refinerías de gasolina, de compañías inglesas y norteamericanas, cerraron sus puertas y se suspendió el trabajo en las minas (en parte por la gran cantidad de explosivos que iban a parar a manos de los rebeldes, ya porque éstos se los incautaban o porque los mineros se los cedían; tanto que Batista hubo de prohibir los despachos de dinamita a la provincia de Oriente). Todo esto traía el desempleo… y el hambre. Un día, todos nosotros, soldados rebeldes y civiles, no tuvimos otra ración que caña de azúcar. En otra ocasión, en que sólo había un trozo de queso tan grande como un puño, se convino en cedérselo a los comandantes tácticos, ya que ningún otro lo merecía más.

Lógicamente, el pueblo de Oriente ha debido de apelar a los soldados de Batista para que los librara de los guerrilleros de Castro, pero el odio y la desconfianza, y últimamente el terror que les inspiraba el tirano, producían el efecto contrario: primero los labriegos de la región, después los tenderos y los maestros de escuela de las poblaciones, y por último los dueños de ingenios y los potentados de la ciudad, todos se decidieron a ayudar a Castro.

Esa ayuda le proporcionó al punto el mejor servicio de espionaje que se pueda imaginar. Desde entonces hasta el día en que terminó la revolución, Fidel no tuvo que distraer sus efectivos militares para formar patrullas de vigilancia y reconocimiento; nunca faltaba entre los civiles algún voluntario que llegara sudando a darle cuenta de los movimientos del enemigo. Con todo, la guerra se hacía hasta entonces con armas de corto alcance contra aviones y tanques. Pero Castro poseía un arma secreta e intangible: la desgana de los mismos soldados del ejército al pelear por un régimen que, al fin y al cabo, ellos tampoco querían; ellos querían vivir.

En casi todas las acciones de guerra los soldados de Batista avanzaban hasta que el fuego de los rebeldes causaba alguna baja en sus filas; entonces llegaba el momento crítico: el momento de la verdad. ¿Debían avanzar bajo el fuego hasta poder atacar con sus armas superiores, aceptar leves bajas, y ganar la acción, o debían abandonar armas y vehículos y huir, perdiendo la batalla pero salvando el pellejo?

De acuerdo a toda la teoría militar desde los tiempos de Aníbal, la gente de Batista aún ocupaba posición ventajosa. Los rebeldes, armados sólo con fusiles y ametralladoras ligeras, hacían frente a tanques blindados y aviones, pero con una incesante granizada de plomo obligaban a sus adversarios a llegar a una decisión. Sin contar el peligro seguían haciendo fuego hasta que no quedaba a quién tirarle. De esto yo fui testigo ocular repetidas veces. Efectivamente, durante los 23 días que estuve con las tropas de Castro en campaña, presencié cinco acciones casi idénticas, que terminaron con la caída de una ciudad o de una guarnición en manos de los rebeldes. Las tropas regulares se retiraban siempre detrás de sus últimas líneas de defensa a aguardar en vano el auxilio que les llegara de fuera, en tanto que los guerrilleros los fogueaban sin descanso estrechando siempre el cerco hasta rendirlos.

Con esta clase de táctica quedaba siempre expuesta la retaguardia de los rebeldes a la población civil. Los soldados invadían sus casas y con frecuencia tomaban en ellas lo que les hacía falta. La presencia de tropas rebeldes uniformadas atraía sobre los pueblos ataques aéreos con bombas y ametralladoras y a veces bombardeos terrestres con obuses. Cierta vez, me hallaba yo en una casa tomando fotografías, cuando un     B-26, que pasó volando muy bajo, astilló el tejado con una descarga de ametralladora. Lo más terrible era cuando empleaban el napalm (gasolina incendiaria que usaron los infantes de marina norteamericanos en Iwo Jima para hacer salir a los japoneses de sus cuevas). Los aviones de Batista arrojaron napalm sobre poblaciones abiertas; yo tuve oportunidad de tomar fotografías de dos aldeas incendiadas en esa forma y recogí del suelo pedazos de las cápsulas de aluminio especiales que sirven para arrojar esa sustancia desde el aire. Sin embargo, los pobres aldeanos que compartieron conmigo su escasa ración de alimentos, no se quejaban. La gente hablaba constantemente de los despojos y  de otras cosas peores que cometían los soldados de Batista; de los incendios de casas campesinas sin previo aviso; de los artículos que sacaban de las tiendas sin pagarlos. En cambio, Castro había prometido desde el principio que sus guerrilleros no tomarían nada sin pagarlo, que no molestarían a las mujeres. Tanto los aldeanos como yo nos sorprendimos de que respetaran religiosamente esa promesa. Y semanas más tarde, cuando entraban como río caudaloso en La Habana, aquella disciplina seguía siendo la característica más admirable de esos hombres. Ella salvó a la ciudad de tumultos sangrientos.

Solamente hubo un grupo de gentes para quien los rebeldes no tuvieron piedad: los torturadores y asesinos del SIM y los chivatos. Así llamaban a los delatores, a los que informaban al ejército acerca de las posiciones y movimientos de los guerrilleros.

Una chica revolucionaria que me sirvió de intérprete, por breve tiempo, me dijo en síntesis cuál debía ser la política de los suyos para con los chivatos. Tenía todo el idealismo de la juventud y quería proceder legalmente hasta con los mismos delatores. “¿Sabe usted lo que haremos con ellos? - me decía -, pues los cogemos, los juzgamos y los fusilamos”.

Ninguna de las dos nos dimos cuenta de que acababa de tocar el delicado punto que habría de suscitar la indignación de los norteamericanos contra el gobierno de Fidel Castro.

 

Fue Raúl Castro quién provocó las primeras acusaciones que de comunista se hicieron al movimiento revolucionario y fue Batista su más persistente acusador. Raúl, que tiene hoy 27 años, visitó algunos de los países europeos satélites de Rusia en un viaje estudiantil que hizo hace pocos años. Ha criticado también abiertamente la política de los Estados Unidos en sus relaciones con Cuba.

No obstante, el rótulo de comunista que quieren aplicarle al movimiento de Castro ha causado gran indignación entre los rebeldes. “Usted no nos tildará de comunistas, ¿verdad?” me preguntaron muchas veces. En realidad, yo no he encontrado el menor indicio de comunismo en la conversación de los rebeldes: nada hay en ella de su jerga típica. Y ni el mismo régimen de Batista, ni la embajada norteamericana en Cuba, han podido presentar prueba alguna de que Fidel haya pertenecido nunca al comunismo. En cambio, oí mordaces críticas contra mi país por su indiferencia ante el terrorismo de Batista y por la parte que ha tenido como proveedor del ejército del dictador. Repetidas veces oí decir que todos en Cuba, inclusive yo, habíamos estado amenazados por armas norteamericanas, y que la extremada inflexibilidad de los Estados Unidos por impedir el contrabando de armas con destino a Castro impidió que su triunfo hubiera sido más rápido. Por otra parte, el propio secretario de Estado de Batista, en una entrevista que me concedió el día de Navidad por la mañana, se quejó de que el embargo decretado por los Estados Unidos sobre los nuevos despachos de armas a Cuba había disminuido grandemente el poder ofensivo del ejército, y que su tolerancia con el contrabando era la causa de que aumentara la eficiencia militar de los rebeldes.

Con todo había visto yo que el factor principal en las acciones militares no era cuestión de número o cantidad de armamentos. Las tropas regulares dispusieron siempre de más y mejores armas que los rebeldes, pero nunca decidieron las batallas el número de fusiles de las fuerzas del gobierno, sino más bien la desgana con que los soldados se servían de ellos frente a la avidez de los guerrilleros por disparar hasta el último cartucho.

 

En Diciembre, cuando faltaban menos de tres semanas para el triunfo definitivo de la revolución, pasé 10 días en el cuartel general de Castro. El puesto de mando se hallaba en una hondonada rodeada de rocas, en la falda de una colina junto a un camino de tierra unos kilómetros al sur de la carretera central. Aquella especie de cueva estaba llena de equipos de radio, vituallas, catres, cajas de cigarros, cinturones de balas, etc., pero rara vez se encontraba allí Fidel. Éste recorría los alrededores en un camión porta-armas de manufactura inglesa, estableciendo casi a diario un nuevo puesto avanzado en el patio de algún cortijo próximo a la línea de fuego desde donde podríamos ver los bombardeos y escuchar el fragor del combate en tierra.

Allí entraban y salían constantemente oficiales y ordenanzas animosos y barbudos. Mientras más larga la barba, más tiempo había pertenecido su dueño al movimiento rebelde, ya que la pintoresca costumbre de dejársela crecer había comenzado en el Pico Turquino… sencillamente porque en aquel tiempo no tenían navajas de afeitar.

El tono lacónico e incisivo de sus rápidas conferencias, ya recibiendo mensajes o impartiendo órdenes, se acentuaba con el de las transmisiones por radio en las que generalmente hablaba Fidel en persona. Tomaba el micrófono y con voz estentórea comenzaba: “¡Urgente! ¡Urgente!” Nunca hablaba en clave; casi todo el mundo en Cuba podía seguir los incidentes de una batalla con sólo sintonizar los receptores en la frecuencia en que Castro hacía sus transmisiones.

Pocas veces se atenuaba la tensión de quienes lo rodeaban, pues todos sus ademanes lo hacen mantener a uno en guardia, aun cuando enciende uno de sus enormes cigarros. Nunca vi mapas, ni gráficos, ni sillas de lona de campaña en su puesto de mando; hubiera tenido que estarse quieto para servirse de tales adminículos y Castro no descansa; su estado normal de tranquilidad consiste en pasear a grandes zancadas de arriba abajo de la habitación.

Su voz es suave, la dicción clara, el gesto decisivo. Para felicitar a alguno le da un abrazo de oso; para animarlo, una pesada palmada en la espalda; para reprobar, estalla y pierde la paciencia. Esa combinación de carácter fuerte, atrevimiento y vehemencia con que desafía a cualquier potencia que amenace a Cuba, explica que los suyos lo tengan como auténtico héroe popular; es todo un cubano, algo más que de tamaño natural, con todos los defectos y todas las virtudes de su pueblo.

Lo esencial en Castro es la voluntad inquebrantable de librar a su tierra de la policía secreta, de la corrupción y del imperio del vicio: juego, alcoholismo, prostitución y tráfico de drogas heroicas, que llevaron a los criminales a las posiciones políticas. Su forma de proceder es directa, sin rodeos, y no admite ningún otro método.

La forma en que entraron en La Habana las tropas de Castro, luego su presidente, y siete días después, él mismo, fue tan magnífica y tan inverosímil como todo el resto de su historia.

Solamente hubo un corto lapso de disturbios en la capital - el día de Año Nuevo - y es digno de notarse que los tumultos se levantaron en general contra los símbolos de la corrupción: destrozaron media docena de casinos, quemaron las máquinas tragamonedas en medio de la calle y despedazaron todos los parquímetros de la ciudad.

Al amanecer del día siguiente el aspecto exterior de La Habana era todavía tenebroso. La huelga general había cerrado todo almacén, todo bar, todo restaurante e inmovilizado el tránsito de vehículos. Grupos de jóvenes en mangas de camisa patrullaban las calles, armados y listos a disparar sobre cualquier cosa que se moviera. Automóviles con gente armada cuyos fusiles asomaban sus cañones por las ventanillas, pasaban como exhalaciones, tocando las bocinas, por las calles desiertas. Oíanse tiroteos intermitentes. No obstante, era un hecho que el orden reinaba ya en La Habana. La gente armada que deambulaba por las calles no eran partidas de merodeadores sino patrullas de la milicia de Castro.

Al día siguiente entraron en la ciudad los primeros batallones de barbudos uniformados, juntamente con las muchachas que habían combatido a su lado. No pude menos de recordar las amenazas que les había oído proferir contra los suntuosos edificios que ellos consideraban símbolos del régimen de Batista. Uno de ellos era el Hotel Habana-Hilton, del cual habían jurado no dejar piedra sobre piedra. Sucede que el Hilton es de propiedad del fondo de retiro del gremio llamado de gastronómicos y, cuando los rebeldes lo invadieron, los dueños habían formado un cordón humano en su derredor y tuvieron tiempo de decirles a quién pertenecía, de modo que los soldados no lo destruyeron; se contentaron con alejarse en él.

Dudo que ningún otro de los elegantes hoteles Hilton que hay en el mundo haya tenido huéspedes más respetuosos que aquellos boquiabiertos guerrilleros, muchos de los cuales no conocían una gran ciudad. En vez de causar daños al odiado casino, lo convirtieron en comedor de la tropa. No bebían, porque el reglamento de las filas rebeldes no permitía el uso de bebidas alcohólicas. (Nunca tuve noticias de que hubieran quebrantado esas reglas).  No ocurrieron actos de vandalismo ni de violencia.

El día de la llegada de Castro, el entusiasmo fue delirante. Vi solamente dos caras serias: la del presidente Urrutia y la de su ministro del Interior, Rodríguez. Salían del palacio en una gran limusina, con placa n°1, después de haber recibido allí al héroe. A ambos les preocupaba la seguridad de Fidel: pensaban que habría de recorrer con ellos la ciudad, pero Castro acababa de decirle a la multitud que marcharía a pie, entre ella.

“¡No necesito guardias que me protejan contra ustedes!” había gritado dominando con su voz el clamor de la ovación de la muchedumbre que en su entusiasmo estuvo a punto de arrollarlo.

Y tenía razón. Aunque iba precedido de los tanques Sherman tomados al ejército, en uno de los cuales viajaba su hijito de nueve años y aunque ya al final hubo de subir a un jeep para que la gente pudiese verlo mejor, Fidel Castro no necesitaba de guardaespaldas en La Habana.

Por la noche selló su triunfo abriendo los portalones de Campo Columbia, la enorme base del ejército que para el pueblo de Cuba había sido el centro geográfico del poder de Batista. Allí en la gran plaza de armas, ante 30.000 espectadores y bajo la luz de los reflectores, se solemnizó la culminación de la victoria. La revolución había concluido. El Movimiento del 26 de Julio había cumplido su misión.

Toda Cuba era libre.

 

Después de todo ese júbilo, era de temerse alguna triste reacción. Sin embargo, pasaron los días y nada ocurrió. El pueblo cubano continuaba saboreando, casi sin poderlo creer, el intenso gusto de la libertad; la certeza de que la policía no volvería a romperle las puertas por la noche; la vista de los grandes titulares de los diarios que ahora decían la verdad; el derecho de hablar alto y en público para decir lo que les viniese en gana.

Con la vieja máquina administrativa hecha añicos, el nuevo gobierno se enfrentaba ahora a una hercúlea tarea de aseo y manejo de casa; mantenimiento del orden, restauración de los servicios públicos, reparación de los daños causados por la guerra… que ascendieron a cien millones de dólares.

El presidente Urrutia, emprendió inmediatamente una campaña contra la corrupción.

Con la libertad que empezaron a gozar la mayoría de los cubanos llegó repetidamente una época de aprietos para los millares que habían venido disfrutando de subsidios directos del gobierno, incluyendo el personal de los periódicos locales. A estos señores, que estaban acostumbrados a recibir semanalmente esos regalos, se les han congelado hoy sus cuentas bancarias y ha dejado de llegarles el cheque  hebdomadario.

Más vastos son los problemas de las grandes industrias cubanas: el azúcar, la minería, y los servicios de utilidad pública en cuyas compañías tienen comprometidos los inversionistas norteamericanos grandes intereses que suben a más de mil millones de dólares. Los nuevos jefes del gobierno, desde el presidente Urrutia para abajo, han manifestado la determinación de acabar con toda coyuntura que se preste al peculado o al soborno político, ya sea en materia de impuestos, de cuestiones laborales o de otros convenios entre la industria y el gobierno.

La primera crisis visible para la nueva Cuba se presentó casi inmediatamente. En tanto que el éxito de Castro desconcertaba al mundo, el mundo desconcertaba a los cubanos con su indignación para la fulminante justicia revolucionaria con que se castigaba a la policía de Batista y a los miembros del ejército culpables de crímenes atroces.

En Santiago y Bayamo, que por mucho tiempo fueron los centros del terror, fueron ejecutados casi 100 en un solo día. En otras partes los juicios se seguían con igual rapidez. Entonces algunos congresistas norteamericanos empezaron a darse cuenta de lo que ocurría en Cuba y se mostraron alarmados. Lo mismo los periódicos de los Estados Unidos. En vez del puñado de reporteros extranjeros que habían sido testigos oculares de lo que ocurría, tanto en el régimen de Batista como en el movimiento rebelde, llegaron por avión a La Habana 350 corresponsales con el objeto de presenciar e informar sobre los juicios sumarios, algunos de ellos como invitados de Castro.

Las ejecuciones sacaron a relucir casos de conciencia y de sentido común. En la vecina isla de Puerto Rico, dijo el gobernador Muñoz Marín que, aunque él no aprobaba el fusilamiento de los sicarios de Batista sin que se les siguiera un juicio regular, sí comprendía muy bien el profundo resentimiento a que obedecían las ejecuciones.

“Batista tenía por costumbre asesinar al pueblo sin fórmula de juicio, revolucionarios o no revolucionarios - dijo Muñoz Marín -. Esa gente arde de ira contra los asesinos de sus parientes y amigos”.

Algunos clérigos, católicos y protestantes, que viven en Cuba, han expresado sentimientos parecidos. De un seminario protestante de la ciudad de Matanzas le enviaron al presidente Eisenhower y al Comité de Relaciones Exteriores el siguiente telegrama:

“El silencio que guardaron los Estados Unidos acerca de los crímenes cometidos por Batista y su régimen, ha hecho que las críticas que hoy se hacen a las ejecuciones, sean nocivas y peligrosas para las relaciones cubano-americanas. La prensa internacional no ha hecho caso de las reformas morales, ni del orden, ni del renacimiento de la fe en el gobierno que han surgido con el nuevo régimen”.

¿Qué diremos del porvenir de Castro? El presidente Urrutia ocupará provisionalmente el poder durante 18 meses, al cabo de los cuales, lo ha dicho Castro, habrá elecciones libres.

Castro asumió el cargo de Premier el 16 de febrero. Ahora que las decisiones del gobierno están en sus manos, sus realizaciones dependerán de las relaciones que vaya fomentando con los hombres de la política, algunos de los cuales (el presidente Urrutia está entre ellos) le eran completamente extraños hace pocos meses.

Para los hombres del gobierno, Castro es la piedra de toque del poder; para él son ellos lo instrumentos con que quiere realizar la soñada administración que ha venido buscando a costa de sangre y amarguras. Al hablar no se hace ilusiones acerca de las dificultades que tendrá ese nuevo gobierno: en sus cuarteles de campaña, en sus discursos después del triunfo, o hablando entre amigos, ha repetido siempre: “Nuestro más duro trabajo no consiste en derrocar a Batista sino en lo que vendrá después de la victoria”.