MARTES 11 DE DICIEMBRE

 

GRUPO DE FIDEL

Fidel, Faustino y Universo pasan el día 11 ocultos de nuevo entre la caña. Se repiten las incomodidades de las jornadas anteriores, pero esta vez la espera no parece tan penosa. Ya están en camino.

Al oscurecer reinician el avance con las mismas precauciones de la noche pasada. Al poco rato llegan al borde de los cañaverales, cerca de Pozo Empalado. Es preciso cruzar entre dos casas donde, al parecer, según se enteran después, había soldados. Los tres combatientes pasan con tanta cautela que ni los perros se percatan.

Han rebasado la zona de mayor peligro y marchan ahora cubriendo más distancia. La silueta de la Sierra, la que ya se perfila entre los claros del monte en la noche de luna como una mancha más oscura en el horizonte, les sirve de punto de referencia y acicate.

Alcanzan finalmente el alto de la Convenencia, a partir del cual el terreno se desguinda hacia el cauce del río Toro. Después de este río comienza propiamente la Sierra Maestra.

Los combatientes comienzan a bajar y llegan a unos cien metros de una casa. Es noche todavía, pero Fidel decide esperar al día siguiente antes de descubrir la presencia del grupo, y mantener durante todo ese tiempo una observación permanente de la casa. Puede más el instinto guerrillero que el hambre y la sed.

 

GRUPO DE RAÚL

Los seis combatientes al mando de Raúl emprenden de nuevo la marcha en la mañana del día 11. Poco después de las 8:00 divisan el mar en la lejanía, entre las ramas de los árboles, y en una ocasión ven pasar un guardacostas. Ya en esta zona las estancias son más numerosas dentro del monte. Cruzan sembrados de plátano, yuca y maíz. A media mañana llegan cerca de una casa. Raúl narra el incidente:

“Ciro y yo salimos y nos aproximamos a la casa, volvimos, y al poco rato salimos de nuevo y nos aproximamos más a la hondonada. Vimos a un campesino amontonando leña, sentimos ruido de radio y vi patas de caballo. También vi a un soldado, pero me pareció que iba vestido de verde y en la cabeza no tenía nada: me pareció verle algo en la cintura. Oímos voces como la siguiente: “vengan a comer los seis primeros* , *traigan los platos de campaña* ,  *oiga, cabo* .

No nos quedaba duda, allí habían concentrado soldados.”

Decidimos irnos, después de muchas vacilaciones, ya que había quien aseguraba que no eran soldados.

César Gómez no quiere seguir adelante, está más desmoralizado que agotado. Los demás le advierten que si se queda allí pueden matarlo, pero insiste. Raúl le plantea que no se entregue hasta el otro día, para darles oportunidad de alejarse, y que diga que estaba solo. Siguen la marcha después de recoger el fusil del que se queda. Gómez se entrega al día siguiente.

Al mediodía sin haber salido del monte en seis días de hambre, sed y fatiga, los combatientes alcanzan el borde de las alturas sobre el río Toro. De nuevo leamos el relato de Raúl:

“A la una menos tres minutos nos encontramos frente al último cañaveral, detrás de él la airosa majestad de la Sierra Maestra, nuestra ansiada meta. En cinco minutos cruzamos en línea recta el cañaveral, la única vez que hicimos esto con un cañaveral.  […] Después de atravesar la caña y una pequeña y estrecha faja de monte, nos encontramos con las primeras fajas o laderas de montañas cultivadas. Vienen a ser algo así como las estribaciones de la Sierra. El espectáculo era magnífico y las perspectivas también, ya que se veían muchos bohíos diseminados por la lejanía. Y después de un corto descanso nos encaminamos al más cercano. Seguimos caminando por el lindero de la faja de bosque al borde de una profunda ladera. Después fuimos descendiendo al fondo de la ladera y vinimos a dar a un despeñadero que tenía como unos 70 metros, pero se podía bajar con cuidado, era de roca viva y se veían rastros de corrientes de agua en época de lluvia. Fui el primero en bajar.”

Los combatientes se han descolgado por el farallón del Blanquizal, muralla caliza de rugosa blancura que domina el valle del río Toro. Abajo, las casas y cultivos que han visto son las del lugar conocido como Ojo del Toro. Al fondo, en efecto, las lomas del Muerto y El Chorro anuncian ya la Sierra Maestra.

Comienzan a bajar por la cara del farallón. Raúl se adelanta. Cuando va llegando abajo ve que René Rodríguez le hace señas que regrese. Han encontrado al expedicionario Ernesto Fernández oculto en una herida de la piedra. Ha sido quizás una suerte, porque Ernesto les informa que poco más abajo, en el río, está tendida una emboscada de los guardias. Esa noche se quedan junto a Ernesto.

Un poco más al norte, a unos escasos tres kilómetros, en La Convenencia, Fidel establece esa misma noche su improvisado puesto de observación.

 

GRUPO DE ALMEIDA

Con la luz del día 11, Almeida y sus compañeros divisan a sus pies el abra del río Toro y, del otro lado, velado aún por la bruma matinal, el perfil azuloso de la Sierra. La visión inyecta a sus músculos una nueva energía. Con extremada cautela emprenden una exploración por el borde de la monumental terraza en que se encuentra. Al poco rato dan con una casa.

Los combatientes discuten si deben llamar o no a la puerta. Che no está de acuerdo. La vivienda le parece demasiado buena, como la de un campesino de posición acomodada que seguramente será amigo de los guardias.

Al fin deciden avanzar hacia la casa. Ramiro, Che y Benítez comienzan a acercarse sigilosamente. Los dos primeros se quedan del otro lado de una cerca de alambre, mientras el otro cruza y sigue aproximándose a rastras. A los pocos minutos regresa a informar que ha visto entre la bruma la silueta de un hombre con un arma larga. Desde atrás, Che también ha reparado en la figura, y ha podido determinar que se trata de un soldado. Rápidamente regresan a donde están Almeida y los demás compañeros, y abandonan el plan de llegar hasta la casa a pedir agua y comida.

La vivienda es la de Manuel Fernández, conocido como Manolo Capitán, el mismo que tres días antes ha entregado al enemigo nueve expedicionarios, ocho de los cuales han sido asesinados. Otra vez han triunfado la suspicacia guerrillera y la entereza.

Los combatientes dan un rodeo y comienzan a escalar el farallón de la terraza superior, pero el pleno día los sorprende y no les queda más remedio que buscar refugio en una de las múltiples hendiduras de la roca. Ante sus ojos se extiende el panorama de la boca del Toro. Por la mañana, observan toda la operación del relevo de la guarnición de marinos, que realiza un guardacostas.

Se sienten acorralados. No osan siquiera moverse. Consumen las últimas gotas de agua que les quedan. Ese día resulta para el pequeño grupo de combatientes el más angustioso desde el desembarco.

Al fin llega la noche. Salen de su escondite y siguen escalando el farallón. Avanzan un kilómetro por una de las terrazas superiores. Pasan por un maizal donde amortiguan un poco el hambre con algunas mazorcas tiernas, y comienzan luego el descenso hacia el río.

A media noche llegan finalmente abajo. Tirados en el suelo, hunden las cabezas en el agua fresca y tragan con avidez hasta que ya no pueden beber más. Después de llenar las cantimploras, cruzan y comienzan a subir del otro lado, faldeando la loma del Muerto. El amanecer del día 12 los sorprende en el rellano de la loma, en un montecito no muy tupido.