DOMINGO 2 DE DICIEMBRE DE 1956

 

El amanecer sorprende al yate “Granma” frente a la costa de Los Cayuelos, a más de dos kilómetros de la playa de Las Coloradas, punto previsto para el desembarco de los expedicionarios. Atrás han quedado siete días de azarosa travesía.

La demora en la búsqueda de un tripulante que ha caído al agua la noche anterior, precipita una decisión por parte de Fidel en vista de la llegada del día. Hay, además, alguna confusión entre los pilotos, quienes han hecho tres intentos por enfilar bien el canal entre los bajos. Una revisión de los tanques revela que queda combustible para apenas unos minutos de navegación. Fidel pregunta al capitán:

-¿Ese es el territorio firme de Cuba? ¿Tú estás absolutamente seguro de que no estamos en Jamaica ni en un cayo?

-Sí.

-Bueno, entonces ponme los motores a toda velocidad y enfila por ahí mismo hacia la costa hasta donde llegue.

Así se hace. El “Granma” encalla en el fango a unos sesenta metros de la orilla.

Poco a poco, en la medida en que se extiende la luz difusa del amanecer, los expedicionarios pueden precisar los detalles de la costa. Ante ellos se dibuja una línea ininterrumpida de manglares, monótona y pareja, sin abertura alguna que facilite el acceso ni diferenciación apreciable que permita un punto de referencia.

Aproximadamente a las 6:30 de la mañana comienza el desembarco. Los hombres van saliendo por el costado derecho del buque. Unos se tiran, otros se descuelgan. Raúl Castro se queda a bordo hasta el final con su pelotón, el de retaguardia, tratando de salvar la mayor cantidad posible de equipos.

El avance se dificulta extraordinariamente. Los expedicionarios resbalan, se atascan, se hunden. Muchos están débiles por el ayuno de los últimos días de viaje y las fatigas constantes del mareo. A pesar de todo, haciendo cada cual su supremo esfuerzo, avanzan dispersos o en pequeños grupos hacia la costa, a la que se van acercando lentamente.

El agua les llega al pecho o la cintura. Algunos, de estatura más pequeña, apenas pueden sacar la cabeza. Al cabo, exhaustos, empapados y recubiertos de fango, los 82 hombres van llegando a las primeras raíces de los mangles. Algunos se detienen a coger aliento. Otros se internan enseguida en la intrincada maraña del manglar.

La ciénaga se prolonga sin interrupción más allá de la línea de la orilla. El lecho fangoso del manglar es movedizo y traicionero. Las aguas forman un caldo espeso, pestilente y tibio. Pero ahora la lucha no es sólo contra el fango y contra el agua. Ahora hay que luchar, también y sobre todo, contra el mangle. Es imposible avanzar en línea recta. La red de raíces se hace impenetrable. Los pies se enredan bajo el agua cenagosa; las armas y equipos se traban en las ramas. El camino se hace aéreo y la marcha es un agotador acto de acrobacia.

Algunos pierden pie; se golpean y se atascan en el fango hasta el pecho. El peligro de caer en una tembladera está presente en todos. 

No hay punto de apoyo posible en esta marcha. Las manos no tienen asidero que no lacere o perfore. Las espinas y los filos de las hojas desgarran los uniformes y la piel. Una nube de jejenes y mosquitos se cierne sobre cada uno de los hombres y los azota.

Transcurre más de una hora. Se han caminado algunos cientos de metros y la ciénaga no cede. Fidel se pregunta si no habrán desembarcado, en efecto, en un cayo.

No hay regreso posible.

La duda se agiganta cuando Luis Crespo sube a uno de los troncos más altos y no divisa más que agua y mangle. Es preciso cruzar un tramo despejado que forma una especie de laguna salada o albufera. Una vez más el agua a la cintura, enterrados en el fango o en arena blanda. Y del otro lado, espera de nuevo el mangle.

Al fin, la vegetación va cambiando. Han entrado en un terreno más arenoso por el que tienen que abrirse paso entre las hojas de la cortadera, de bordes filosos y agudos como navajas. Crespo hace de nuevo las veces de vigía y descubre a lo lejos una línea de cocos, indicio de la tierra firme. Más adelante observa una casa y hacia ella encamina el grupo donde va Fidel.

Raúl narra en su diario de campaña, con elocuente parquedad, el enfrentamiento a este primer enemigo de los expedicionarios del “Granma”.

“Como a las 5:30 o 6:00 a.m. por equis motivos, se tomó en línea recta y encallamos en un lugar lodoso para meternos en la peor ciénaga que jamás haya visto u oído hablar de la misma. Me quedé hasta el último tratando de sacar la mayor cantidad de cosas, pero después en aquel maldito manglar tuvimos que abandonar casi todas las cosas. Más de cuatro horas sin parar apenas, atravesando aquel infierno. […] Me iba encontrando, a lo largo del camino, compañeros casi desmayados.”

Los primeros expedicionarios, agotados, pisan el suelo de la tierra firme. Poco a poco va saliendo el contingente, cada grupo por un lugar distinto. Llegan por fin los más rezagados, pero faltan ocho combatientes, entre ellos Juan Manuel Márquez, le segundo jefe del destacamento. Se han desviado hacia un rumbo más al Norte en algún momento del cruce del manglar.

-No tenga miedo - le dice Fidel a Angel Pérez Rosabal, el dueño de la casa que ha descubierto Crespo - Yo soy Fidel Castro. Estos hombres y yo venimos a libertar a Cuba.

El campesino ofrece preparar algo de comer. Busca un puerquito dispuesto a sacrificarlo, pero en ese momento, desde la costa, se escuchan unas detonaciones. Se trata del guardacostas 106, que llega desde el nordeste. El buque lanza hacia el mangle algunas descargas y ráfagas de ametralladoras, y regresa hacia Niquero remolcando el “Granma”.

Pero la tropa expedicionaria no puede saber si el cañoneo es el preludio de un ataque por tierra. Algunos no han acabado todavía de salir a terreno firme cuando Fidel da la orden de reiniciar la marcha. Llegan hasta un montecito cercano y allí se ocultan, en espera de que se les pueda reunir el pequeño grupo de Juan Manuel. Son ya algo más de las 11:00 de la mañana.

Al poco rato comienzan de nuevo la marca. Fidel ha impartido la orden de avanzar a toda costa, aun en caso de dispersión, hacia la Sierra Maestra, para llegar a ella cuanto antes.

La anotación completa correspondiente a ese día en el diario del combatiente Ernesto Guevara, expresa con laconismo característico:

“Cae Roque al agua. Desembarcamos en n manglar, perdemos todo el equipo pesado. Se extravían 8 hombres encabezados por Juan Manuel Márquez. Caminamos poco sin guía en el bosque.”

Alrededor del mediodía la columna para junto a un ranchón y un pozo donde la vanguardia se ha tropezado con el campesino Pedro Luis Sánchez, quien ofrece agua a cada uno de los combatientes según van pasando. Poco después hacen alto en un claro de un pequeño bosque. Extenuados y hambrientos, los expedicionarios descansan. Algunos se cambian de ropa y otros limpian un poco la que tienen puesta del fango y la arena acumulados.

Durante toda la tarde sobrevuelan y ametrallan la zona una avioneta de reconocimiento Beaver y dos aviones de la Marina de Guerra. Raúl concluye las anotaciones de ese día en su diario con estas palabras:

“Avanzamos por una manigua de mucha hierba, pero de pocos árboles. Había que tirarse en el suelo cada rato. Ese día no habíamos probado bocado alguno de comida. Estuvimos dando varias vueltas completamente perdidos, hasta que valiéndonos de las orientaciones del primer campesino pudimos orientarnos algo. Dormimos todos extenuados esa noche y sin comer. Faena inmensa la de ese 2 de diciembre.”