SÁBADO 8 DE DICIEMBRE

 

GRUPO DE FIDEL

El día 8 es terrible en la suerte de un cierto número de expedicionarios.

Esa mañana en la boca del río Toro, son asesinados Ñico López, José Smith, Cándido González, Miguel Cabañas y David Royo. Por la noche, en el mismo lugar y delatados por el mismo individuo que entregó al primer grupo en manos de los asesinos, son hechos prisioneros y ametrallados los expedicionarios Raúl Suárez, René Reiné y Noelio Capote.

En la mañana del propio día con sorprendidos en el potrero de Salazar, cerca del río Toro, Luis Arcos, Armando Mestre y José Ramón Martínez. A la caída del sol, en las cañas de Alegría de Pio y quizás no muy lejos de donde se encontraba Fidel, el Ejército captura a Andrés Luján, Jimmy Hirzel y Félix Elmuza. Estos seis prisioneros son llevados al puesto de mando del batey, y por la noche son sacados en una camioneta y muertos a tiros, con las manos atadas, en una sombría vereda del monte Macagual.

También esa noche René Bedia y Eduardo Reyes Canto caen acribillados a balazos en una emboscada tendida por los guardias en Pozo Empalada. Más al Norte, en Media Luna, es posible que haya sido esa noche cuando Miguel Saavedra es asesinado tras haber sido hecho prisionero el día anterior.

Fidel no conocerá el trágico destino de estos compañeros hasta pasados varios días. El 8 de diciembre su mundo sigue siendo el del cañaveral donde se oculta. Su seguro instinto de combatiente le hace saber que debe multiplicar la vigilancia y el cuidado. A pesar de las penalidades a que se halla sometido, en su rígida voluntad de supervivencia para la lucha no caben el abatimiento y la desesperación que han llevado a algunos de los expedicionarios capturados a la rendición e, incluso, a la muerte.

En la caña, Fidel resiste y espera.

 

GRUPO DE RAÚL

El día 8, Raúl anota la actividad que ya se va haciendo habitual todas las mañanas para el pequeño grupo de combatientes.

“Nos levantamos temprano, como de costumbre y fuimos a buscar caña; dos cubrimos la retaguardia; al regresar no encontramos nuestro campamento. […] Aquí en este intrincado bosque la única diferencia del día a la noche es que una es clara y la otra oscura, pero los mismos bichos, mosquitos sobre todo, abundan a todas horas. Es muy poco el sol que logra infiltrarse por el espeso follaje de los árboles.”

Ese día creen encontrarse cerca de una casa. Han escuchado ladridos de perros y cantos de gallos. Deciden acercarse a observar y, de ser posible, obtener información. Se sienten débiles por el prolongado ayuno, el cansancio de la marcha por terreno tan difícil y la falta de sueño. Pero no llevan a cabo el plan porque sienten algunos disparos en esa dirección, acompañados por ruido de camiones. Se trata, en efecto, del Ejército, que mantiene ocupado el pequeño batey de La Esperanza, a unos mil metros de donde están los combatientes ocultos en el monte.

“11 y 15: el avión dio una vuelta ahora bastante cerca. Quisiera escribir ahora mil cosas que se me ocurren, y sobre todo detallar lo más posible nuestra situación, pero temo que se me agote el poco papel que tengo y no pueda seguir fielmente este “Diario”. […] Hay dos aviones dando vueltas, pero sobre ninguna zona determinada, parece que tratan de localizar a alguien, lo que nos hace albergar esperanzas de que el grueso de nuestro destacamento, el “Antonio Maceo”, se haya salvado. […] Hemos decidido firmemente esperar aquí pase lo que pase, hasta que se aclare la situación por esa zona. Pasando hambre y sed. Sólo comiendo caña.”

Esa misma noche escuchan a lo lejos un nutrido tiroteo. Puede haber sido la emboscada de Pozo Empalado, a unos tres kilómetros de allí.

 

GRUPO DE ALMEIDA

Al mediodía del 8, los combatientes del grupo de Almeida alcanzan el borde de las terrazas superiores de la costa, a la altura de Punta Escalereta. A sus pies, la piedra se precipita al encuentro del mar, en saltos colosales de cincuenta metros en caída vertical. Abajo, casi en la orilla, detectan lo que parece ser una pequeña lagunita de agua dulce. La bajada puede resultar mortal para los extenuados combatientes. Al cabo, después de una dilatada exploración, encuentran un paso practicable y comienzan el trabajoso descenso.

El sol los aplasta contra la piedra caliente. Tienen las manos y las rodillas destrozadas por las aristas de la roca. Los brazos y los hombros les parecen de plomo, si el plomo fuera capaz de sentir el mismo dolor que les produce a ellos el esfuerzo de agarrarse a los agudos salientes por los que van descendiendo el farallón. Pero la ansiada posibilidad de calmar la sed les sirve de aliento, e incluso les hace olvidar el riesgo de ser descubiertos desde el mar sobre esta pared vertical y desnuda. No saben que, en definitiva, las pocetas que han visto son de agua salobre. Si la beben, no harán más que redoblar su sufrimiento.

Al anochecer, no han podido aún llegar abajo. En el descenso han terminado por perder de vista la lagunita que buscaban.

La anotación de este día en el diario de Che dice así:

“Seguimos rumbo al este, al mediodía avistamos el mar bajo unos farallones de arrecifes muy grandes y con selva intrincada. Al anochecer hicimos alto sin poder llegar abajo.”

Aproximadamente por este mismo lugar, han bajado al mar dos días antes los combatientes que, encabezados por José Smith, ese mismo día 8 han sido asesinados en Boca del Toro. Almeida y sus compañeros no lo saben, pero seguirán a partir de ese momento una ruta casi idéntica a aquéllos y estarán a punto de correr la misma suerte.