DOMINGO 9 DE DICIEMBRE

 

GRUPO DE FIDEL

La agonía de la caña prosigue el día 9 para Fidel y sus dos compañeros.

Después de cuatro días, los estómagos estragados niegan la esperanza de que el jugo de los pocos tallos que los combatientes se atreven a arrancar, después de roerlos con los dientes, sea capaz de atenuar el hambre que los retuerce. Por las noches, la sed se aplaca a medias con el rocío de las hojas, que irritan con sus bordes afilados los labios y la lengua.

Las horas del día parecen detener su marcha. Enterrados en la paja, el calor los abrasa bajo el sol implacable del cañaveral. No pueden moverse, por temor a ser descubiertos en cualquier momento por la tenaz avioneta que no cesa su acecho, como una gris ave de rapiña. Están presos en una ardiente cárcel vegetal. Al caer la noche, por el contrario, el frío y la humedad les calan el cuerpo, pero al menos pueden agitarse un poco dentro de su encierro.

Apenas pueden hablar en susurros. Pero ese silencio forzoso es insoportable, y Fidel se pone a conversar quedamente sobre Cuba y sus planes revolucionarios para el futuro de victoria. No ha perdido la fe ni la confianza en el triunfo, oculto en un remoto cañaveral, acosado de cerca, prácticamente solo, hambriento y fatigado.

 

GRUPO DE RAÚL

La anotación correspondiente a ese día en el diario de Raúl, dice:

“Nos levantamos a las 6 oscuro aún. Buscamos una nueva provisión de caña. Son las 9:20. Han pasado los aviones pocas veces. Hace como una hora se sintió un disparo de fuego no muy lejos.

Por la tarde pasaron los dos aviones varias veces. Están recorriendo zonas muy largas y parece que doblan por aquí. Armando R. [Rodríguez] fue de recorrido y regresó con unas seis cañas, que vinieron muy bien, pues se nos habían acabado y ya nos estábamos comiendo los nudos y los desperdicios.

Hoy fue el cumpleaños de Ciro [Redondo], brindamos con caña. Nos acostamos temprano, aún no había oscurecido completamente.”

 

GRUPO DE ALMEIDA

El día 9, los combatientes del grupo de Almeida logran llegar por fin a la orilla del mar, aproximadamente a dos kilómetros al Este de Punta Escalereta. La última etapa del descenso se efectúa atravesando zarzales casi impenetrables, cuyas espinas los destrozan. Por la noche siguen avanzando por la orilla, después de haber permanecido todo el día, devorados por la sed, tirados a la sombra raquítica de los arbustos que crecen en esta parte de la costa.             

En una playita excavada en el farallón, los cuerpos fatigados reciben el frescor del agua de mar en la que se sumergen un buen rato. Luego prosiguen la marcha por  los arrecifes de la costa. Por el camino, encuentran entre las rocas algunas tunas y comen las pequeñas frutas.

Almeida y Che van delante. Hay luna clara. De pronto topan con un ranchito junto a la orilla, dentro del cual se perciben en la penumbra las figuras de unos hombres que duermen. Almeida se acerca con su fusil preparado, dispuesto a sorprender a los que supone sean soldados. Pero descubre con regocijo que se trata de tres compañeros del “Granma”: Camilo Cienfuegos, Pancho González y Pablo Hurtado.

Camilo y sus dos compañeros se han retirado juntos del combate, y han tomado un rumbo paralelo al del grupo de Almeida. Durante estos tres días, han sufrido las mismas agonías que los otros: el hambre, la incertidumbre, el cansancio y, sobre todo, la sed. Exhaustos, esa misma tarde han encontrado el ranchito, construido seguramente por algún pescador, y se han tendido a dormir resguardados del sol, incapaces de dar ese día un paso más.

La alegría del encuentro hace olvidar de momento todas las penalidades pasadas. Unos a otros se preguntan sobre la suerte de los demás compañeros y, en especial, de Fidel. Camilo ofrece el último pedazo de caña que les queda.

Ahora son ocho combatientes, todos armados, los que reinician el camino.